sábado, 13 de octubre de 2007

ENCUENTROS CON VALERIA




Lo que más me gusta de Valeria cuando nos encontramos es cómo toma el café. Su particular forma de jugar con la cucharita, revolviéndolo varias veces mientras se mira a sí misma frente a un espejito y se restrega el pelo sin dejar de hacer comentarios sobre su tía Emma y sus amigas. Siempre busca sentarse cerca de algún lugar que le permita verse a sí misma para retocarse. Cuando llego al bar ella está esperándome. Elije justo la mesa que se encuentra en el medio del salón porque está ubicada al lado de una columna revestida de desgastados espejos por sus cuatro lados. Yo prefiero las mesas que se encuentran junto a los ventanales que dan a la calle, me parecen más espaciosas, más ventiladas. Sin embargo su obsesión por observarse a cada instante es más fuerte aunque no se sienta cómoda. La encuentro en plena ceremonia de revolver la tacita. Le traen dos sobrecitos de azúcar, pero ella no los usa, los detesta; prefiere los terrones, pero como éstos se encuentran en vías de extinción, prefiere tomar el café amargo. Una vez me confesó que le gustaban más los terrones pues gozaba chupándolos, como cuando de niña le daban la Sabín oral. Lo cierto es que disfruto de todas esas cosas que hace Valeria frente a mí, mientras me pone al tanto una vez más de las últimas andanzas de su tía y luego del panorama general de sus amigas y compañeras de trabajo, cosas que no me interesan, aprovechando ese espacio de tiempo de su monólogo para mirar de reojo hacia uno de los espejos de la columna donde veo una vez más reflejados aquellos días en que mi viejo me llevaba a los encuentros con sus amigos en el viejo café de la Avenida Forest y Jorge Newbery, allá por Chacarita.

Entonces me acuerdo de aquellas mesas de madera, a las cuales se sentaban Ricardo, Juan, el gallego Manolo, Raúl Truchuelo y junto a él mi viejo que, a la vez, me hacía sentar sobre una de sus piernas. Casi todos pedían café, salvo Raúl Truchuelo que ordenaba su Cinzano con troilet y todo. A mí me daban a elegir: Bidú o Coca, yo pedía Bidú, no porque me gustara sino porque me caía simpático el nombre y además me quedaba con la chapita que no era tan fácil de tener como las de la Coca una vez que el mozo la destapaba, sinó Truchuelo la agarraba con sus grandes manos y enfervorizado con lo que decía, la doblaba y la tiraba sobre la mesa mientras también tomaba algunos maníes sin pelar para acompañar el aperitivo. Después de tomarme la Bidú me bajaba de la pierna del viejo y me iba a jugar con el gato que deambulaba de mesa en mesa, al que a veces le daba algunos maníes que se le saltaban a Truchuelo, quien me guiñaba un ojo en señal de picardía.

Valeria, entretanto, termina de hablar y se toma el café ya frío, de un solo trago.
Ambos miramos nuestros respectivos relojes. Ya es hora de irnos. Entonces nos despedimos hasta el martes que viene, a las seis de la tarde, religiosamente. Llamo al mozo para pagarle y ella en ese instante como lo hace desde que iniciamos estos extraños encuentros, se da cuenta de que no consumí nada. El mozo ya ni se molesta en preguntarme si voy a tomar algo. Él ya sabe a qué vamos.

A Valeria le sirve para decir lo que a nadie le va a interesar escuchar, a mí para verla como toma el café y hace esos movimientos tan originales con la cucharita, con su pelo, con sus ojos y su cabeza toda y de paso puedo viajar hacia aquellos días de mi infancia que nunca olvidaré, nunca olvidaré. En el encuentro de la semana que viene tal vez me remonte a la casa de mi tía Alcira en Chivilcoy. El martes que viene. A las seis de la tarde.

1 comentario:

Sambomba dijo...

Interesante el paralelismo que trazaste entre decir lo que a nadie le interesa escuchar y recordar cosas cotidianas, perdidas en la infancia...
Una vez por semana. Religiosamente.